miércoles, 19 de mayo de 2010

El papa, la pedofilia y la lucha de clases


El papa, la pedofilia y la lucha de clase



Sara FLOUNDERS
Traducido por Manuel Talens/ TLAXCALA

Hace más de 150 años, en el Manifiesto Comunista, Karl Marx explicó que “toda la historia de la humanidad ha sido una historia de lucha de clases. […] patricios y plebeyos, señores y siervos, opresores y oprimidos […] se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha […] velada unas veces y otras franca y abierta. […] La moderna sociedad burguesa [...] ha sustituido las viejas clases, las viejas condiciones de opresión, las viejas formas de lucha por otras nuevas.”

Una lucha feroz ha atenazado a la Iglesia Católica durante los últimos 25 años, conforme algunos de los más oprimidos supervivientes de abusos sexuales durante su infancia iban exigiendo cada vez más que se actuase contra sacerdotes individuales y, últimamente, contra la poderosa jerarquía eclesiástica, incluidos obispos y cardenales que de forma constante han protegido a los violadores.
Esta exigencia de justicia, que surgía desde abajo, ha logrado lo impensable: sacar a la luz el papel del papa actual, Benedicto XVI, en un monstruoso y punible encubrimiento internacional.
El marxismo es una ciencia que explica los asuntos de clase subyacentes a hechos sociales que parecen obscuros y alejados de la lucha inmediata de los trabajadores. La actual controversia, por mucho que se esconda tras vestimentas clericales, no deja de ser una lucha de clases en el interior de la Iglesia Católica. Se trata de una pequeña parte de la lucha de clases global que aspira a la igualdad absoluta de derechos y de autoridad.
Lo que antes se aceptaba porque parecía no haber otro remedio hoy se ha vuelto intolerable. Los miles de víctimas de abusos sexuales que hoy presentan cargos de pedofilia eran leales creyentes de la clase obrera sin ningún poder hasta ahora ─años después─ para oponer resistencia o confesar a sus propias familias los delitos de que fueron víctimas. Eran niños violados en hospicios, reformatorios, escuelas para sordomudos y discapacitados, escuelas parroquiales locales e iglesias.
Este desafío desde abajo contra el secretismo y la represión es una clara ruptura con el pasado. El maltrato sexual había permanecido impune porque las autoridades religiosas eran impunes. En muchas escuelas parroquiales las violaciones eran clandestinas, pero los maltratos físicos y psicológicos y las humillaciones eran tan habituales que parecían formar parte de la norma.
Una vez que las victimas supervivientes empezaron a hablar, los sacerdotes que se ponían de su parte fueron silenciados y excluidos de la enseñanza o de posiciones de poder. Pero la jerarquía eclesiástica ─un pequeño grupo que detenta absoluta autoridad religiosa─ no ha logrado silenciar o detener este movimiento.
Prácticamente ninguna de las denuncias surgió del exterior o de autoridades laicas, aprensivas de ofender a una institución tan poderosa, sino de individuos católicos sin ningún poder aparente en el interior de la Iglesia, que se negaron a seguir manteniendo silencio. Presentaron quejas, hicieron declaraciones y, por último, entablaron demandas judiciales, una tras otra. Dieron conferencias de prensa, iniciaron sitios web, organizaron manifestaciones y grupos de apoyo, así como servicios religiosos dominicales en los que distribuían panfletos. Incluso si ellos mismos no se consideran parte integrante de la lucha mucho más amplia por los derechos y la dignidad, han utilizado muchas de las mismas tácticas que otras incontables luchas de clases.
La jerarquía eclesiástica, empeñada en defender su incuestionable potestad, riqueza y privilegios, ha exigido absoluto silencio, ha amenazado con excomunión a aquellos que presentasen cargos y exigiesen la intervención de las autoridades civiles. Este esfuerzo para mantener el control absoluto de los sacerdotes se enfrenta a una lucha interna mucho más amplia, que trata de esclarecer cuáles son los intereses a los que esta poderosa institución religiosa debería supeditarse.
El escándalo internacional que hoy conmociona a la Iglesia Católica incluye pruebas irrefutables de decenas de miles de casos de violaciones infantiles y maltratos sexuales cometidos por miles y sacerdotes. Los cargos presentados ocurrieron durante décadas. La lucha más encarnizada empezó en ciudades que hasta ahora albergaban a los creyentes más devotos de USA. De ahí pasó a Irlanda, luego a Italia y, más tarde, a regiones de Alemania con nutridas poblaciones católicas.
Lo novedoso, lo que ahora recibe un trato casi cotidiano en los medios, es la certeza de que el papa actual, Benedicto XVI, ha sido personalmente responsable durante décadas de la ocultación, el encubrimiento y la reasignación sigilosa de los depredadores sexuales. Las condenas más enérgicas provienen de aquellos que todavía se consideran parte integrante de la Iglesia Católica.
El liberal teólogo católico Hans Küng ha descrito así el papel del papa Benedicto XVI en el auge, la ocultación y el silencio que rodeaba a las violaciones: “No había ni un solo hombre en toda la Iglesia Católica que supiese más de los casos de abusos sexuales que él, puesto que tales casos formaban parte de su labor oficial. […] Lo que no puede hacer es señalar con el dedo a los obispos y decirles que no hicieron lo suficiente. Fue él quien dio las instrucciones en calidad de presidente de la Congregación para la Doctrina de la Fe y, luego, volvió a darlas siendo papa.”
El 26 de marzo de 2010, el editorial del National Catholic Reporter afirmaba lo siguiente: “El Santo Padre tiene que responder directamente, en un foro creíble, a las preguntas sobre cuál fue su responsabilidad como arzobispo de Múnich (1977-1982), como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe (1982-2005) y como papa (desde 2005 hasta la actualidad) en la ineptitud con que se ha manejado la crisis de los abusos sexuales del clero.”
Antes de su nombramiento al cargo máximo de la jerarquía católica en abril de 2005, el papa Benedicto XVI era conocido como Cardenal Joseph Ratzinger. Sus adversarios se referían a él como “el pitbull” y como “el rottweiler de Dios”. Ratzinger era entonces un protegido de extrema derecha del papa Juan Pablo II, quien lo nombró para que impusiese disciplina, conformidad y autoridad eclesiástica en una institución sumida en una profunda agitación.
Durante 24 años, Ratzinger presidió la institución más poderosa e históricamente represora de la Iglesia Católica, la Congregación para la Doctrina de la Fe, entidad que durante siglos había sido conocida como el Santo Oficio de la Inquisición, responsable del establecimiento de tribunales religiosos para la condena y la tortura de decenas de miles de personas acusadas de brujería y herejía. La Inquisición dio lugar a pogromos y expropiaciones masivas de judíos y musulmanes. A través de este Oficio en el interior de la Iglesia, el papa Juan Pablo II trató de implantar una moderna Inquisición.

Un vasto encubrimiento perfectamente documentado

La escala de la criminal conspiración internacional de silencio destinada a proteger a delincuentes sexuales en serie y a poner los intereses de la Iglesia por delante de la seguridad y el bienestar de los niños quedó perfectamente demostrada el año pasado con la manera en que se llevó el caso de abusos sexuales en Irlanda, un país mayoritariamente católico.
Tras años de peticiones de víctimas de violación para que la Iglesia tomase medidas y el gobierno juzgase a los responsables y, tras una serie de filtraciones en los medios irlandeses, el gobierno de Dublín comisionó un estudio que tardó nueve años en completarse. El 20 de mayo de 2009, la Comisión publicó un informe de 2600 páginas.
Dicho informe incluía los testimonios de miles de antiguos internos y de responsables de más de 250 instituciones controladas por la Iglesia. La Comisión encontró que tanto sacerdotes como monjas católicas habían aterrorizado a miles de niños y niñas durante décadas y que los inspectores del gobierno habían fracasado a la hora de cortar de raíz las palizas, las violaciones y las humillaciones crónicas cotidianas. El informe calificó las violaciones y los abusos sexuales de “endémicos” en las escuelas industriales y en los orfanatos católicos dirigidos por la Iglesia de Irlanda (www.childabusecommission.com/rpt/).
La magnitud de los abusos en Irlanda y la fuerza del movimiento que exigía su reconocimiento hicieron que el papa Benedicto se viese forzado a emitir una débil disculpa en nombre de la Iglesia Católica, en la cual culpó a los obispos irlandeses. Esta negativa a admitir la menor responsabilidad por su bien conocido proceder como dirigente ─había insistido siempre en el silencio─ encolerizó a millones de católicos sinceros y fervorosos y enardeció todavía más a una oposición que ha estado creciendo en el interior de la Iglesia durante décadas.
En Sprinfield (Massachusetts), el reverendo James J. Scahill ─crítico desde hace años del encubrimiento eclesiástico─ respondió durante un sermón a la blanda disculpa calificando a algunos clérigos de “criminales” y pidiendo la dimisión del papa Benedicto:
“Debemos declarar personal y colectivamente que dudamos mucho de la veracidad del papa y de aquellas autoridades eclesiásticas que están defendiéndolo o incluso compartiendo responsabilidades en su nombre. Empieza a ser evidente que, durante décadas si no siglos, los dirigentes de la Iglesia han ocultado los abusos sexuales de niños y menores para proteger su imagen institucional y la imagen del sacerdocio”, dijo Scahill (The New York Times, 12 de abril de 2010).
Scahill añadió que había empezado a hablar claro después de que sus propios parroquianos le contasen los abusos sexuales que habían sufrido durante décadas en Boston y le pidiesen que hiciera algo.
El cardenal Bernard Law, de la archidiócesis de Boston, representó un destacado papel en la protección de sacerdotes implicados en abusos sexuales de niños para que no sufriesen castigo alguno ─ni religioso ni civil─ trasladándolos a otro destino de forma sigilosa. Este hecho se convirtió en un escándalo nacional en 2002 cuando un juez de Massachusetts permitió la liberación de miles de páginas de documentos, memorándums y declaraciones legales. Tales documentos mostraban una clara tendencia a la ocultación que protegía a los culpables y marginaba a las víctimas, al revelar que más de 1000 niños habían sufrido abusos sexuales por parte de 250 sacerdotes y trabajadores eclesiásticos en la archidiócesis desde 1940. El cardenal Law fue obligado a dimitir de forma deshonrosa y la archidiócesis de Boston fue condenada a desembolsar entre 85 y 100 millones de dólares en compensación de 552 casos.
Esta multimillonaria condena, el aumento de los escándalos en otras ciudades y la amplia cobertura mediática que tuvieron los hechos forzaron a los obispos usamericanos a publicar una “Declaración para la protección de niños y jóvenes”, en la cual se instituía una política de tolerancia cero, con expulsión inmediata de los sacerdotes implicados tras un solo de tales actos. Pero dicha declaración no propuso ninguna otra medida contra los obispos que habían encubierto los delitos.
El entonces cardenal Ratzinger, desde el Vaticano, se negó incluso a poner en marcha este modesto esfuerzo de limpieza. En vez de ello, exigió que todas las acusaciones de abusos sexuales fuesen transferidas al Oficio que presidía ─la Congregación para la Doctrina de la Fe─ antes de que los curas fuesen expulsados del sacerdocio. Uno de sus primeros actos como papa consistió en ascender al cardenal de Boston, Bernard Law, a un puesto de prestigio en el Vaticano.
En una carta de infausta memoria que Ratzinger envió a los obispos en 2001 y que suele citarse con profusión, utilizó su influencia para que las alegaciones de abusos sexuales se mantuviesen en secreto bajo amenaza de excomunión. Los sacerdotes acusados de delitos sexuales y sus víctimas recibieron la orden de “mantener el más estricto secreto” y “guardar perpetuo silencio”.
El padre Tom Doyle, un antiguo abogado del Vaticano, denunció esta política proveniente de la cúpula vaticana con las siguientes palabras: “Se trata de una medida explícita de encubrimiento de casos de abusos sexuales infantiles por parte del clero y de castigo para quienes divulguen este tipo delitos cometidos por sacerdotes. Cada vez que se descubrían curas delincuentes la respuesta no era investigar los casos y juzgarlos, sino transferirlos de un sitio a otro.”

¿Negligencia o complicidad criminal?

¿Cuál es la dimensión de los delitos sexuales cometidos contra la juventud? ¿Es culpable la jerarquía eclesiástica de haber ignorado el problema, es decir, de negligencia criminal, o bien lo es de haberse negado a tomar medidas cuando tuvo conocimiento de los delitos?
Un memorándum firmado personalmente por el entonces cardenal Ratzinger cuando dirigía el poderoso Oficio vaticano tras la centralización de todos los casos, apareció publicado en abril y ha levantado una polvareda todavía mayor. Ratzinger anuló e interrumpió todas las acciones que se emprendieron contra un cura depredador, el reverendo Lawrence C. Murphy.
Murphy fue acusado de abusar sexualmente de más de 200 muchachos en una escuela para sordomudos de Milwaukee, y ello a pesar de peticiones de expulsión, incluso de su obispo. Durante décadas, los antiguos estudiantes habían utilizado un lenguaje de signos y declaraciones juradas por escrito en reuniones con obispos y funcionarios civiles, en los que pedían que el padre Murphy fuera acusado y juzgado de tales delitos.
Al mismo tiempo, en Italia se supo que 67 antiguos pupilos de otra escuela de sordomudos, ésta en Verona, habían acusado a 24 curas, hermanos y religiosos legos de las repetidas violaciones que les infligieron desde la edad de siete años.
En Alemania, más de 250 casos ocultados de abuso sexual han salido a la luz durante los dos últimos meses, incluso en distritos directamente supervisados por el papa Benedicto cuando era obispo.
La publicidad internacional que rodeó el caso judicial de Boston y la condena multimillonaria con que concluyó permitió que otras muchas víctimas tuviesen el valor de salir a la luz y exigir justicia. Más de 4000 sacerdotes han sido acusados de abuso de menores en USA desde 1950 y la Iglesia Católica de ese país ha pagado más de 2000 millones de dólares en compensaciones a las víctimas. En 2007, la archidiócesis de Los Angeles anunció que había alcanzado un acuerdo de 600 millones con unos 500 demandantes. Seis diócesis se han visto forzadas a declarar bancarrota y muchas otras a vender abundantes bienes eclesiásticos para financiar los acuerdos.
Muchos de estos casos han sido detallados por una organización denominada Red de supervivientes de abuso sexual por sacerdotes (SNAP, por sus siglas en inglés). SNAP es el grupo más antiguo y numeroso de apoyo a víctimas de abuso sexual por parte del clero.
Pero las víctimas de abuso no sólo han sido niños. Según el St. Louis Post-Dispatch del 4 de enero de 2003, una encuesta nacional dirigida por investigadores de la Universidad de St. Louis fue financiada en parte por varias órdenes de monjas católicas. La encuesta estimó que un “mínimo” de 34.000 monjas católicas, es decir, el 40% de todas las monjas de USA, han sufrido alguna forma de trauma sexual.
Vale la pena señalar que la mayoría de los testimonios, las demandas judiciales, las averiguaciones y las revelaciones de abusos sexuales han tenido lugar en el interior de la propia Iglesia Católica, realizadas por antiguas víctimas. Muchos otros católicos ordinarios ─pero indignados─ se han unido a ellos para exigir responsabilidad a una privilegiada jerarquía clerical que vive obsesionada por proteger su posición, su autoridad y su riqueza, en vez de por proteger a los niños.
En Europa existe una corriente de opinión ─cada vez más numerosa─ que pretende llevar al papa Benedicto ante la Corte Penal Internacional (CPI), acusado del delito de proteger a la Iglesia, no a sus víctimas. Geoffrey Robertson, miembro del Consejo de Justicia de Naciones Unidas y presidente de la Corte Especial en Sierra Leona, ha declarado que cree llegado el momento de cuestionar la inmunidad papal.
En un artículo que publicó en el Guardian londinense del 2 de abril bajo el título “Sentemos al papa en el banquillo de los acusados”, Robertson escribió: “La inmunidad papal no puede continuar. El Vaticano debería sentir el peso del Derecho internacional. La pedofilia es un crimen contra la humanidad. La anómala pretensión de que el Vaticano es un Estado ─y el papa un jefe de Estado inmune a la ley─ no resiste el menor análisis.”
Por supuesto, vale la pena recordar que la Corte Penal Internacional sólo ha presentado cargos contra cuatro países africanos que estaban en el punto de mira del imperialismo.
La CPI ha ignorado los crímenes de guerra usamericanos en Iraq y Afganistán, así como los crímenes israelíes contra civiles palestinos y libaneses. Como baluarte que es del imperialismo de USA a escala global, parece poco probable que el Vaticano tenga que responder ante la justicia en un futuro inmediato.

Guerra contra el movimiento global por la justicia

¿Qué función cumple el Vaticano en la sociedad de clases que el imperialismo usamericano más valora?
Mientras que absolvía, encubría y transfería a miles de curas culpables de abuso sexual contra niños, el papa Benedicto XVI aprovechó durante 25 años su puesto directivo en la más poderosa institución eclesiástica, la Congregación para la Doctrina de la Fe, con el objetivo de eliminar de parroquias, escuelas y de cualquier posición de poder a miles de sacerdotes, obispos y personas religiosas que eran de alguna manera progresistas o defendían los derechos y la dignidad de los pobres y los oprimidos.
Se impidió que los teólogos, docentes, escritores e intelectuales católicos disidentes pudiesen escribir, publicar y enseñar en instituciones de la Iglesia. Los obispos que trataron de utilizar su autoridad para promover un cambio social fueron investigados por deslealtad y forzados a dimitir. Los reemplazó el clero más políticamente reaccionario, deseoso de preservar la autoridad religiosa y el dogma.
Fue este un esfuerzo de la derecha más extrema por sofocar una corriente progresista conocida como “teología de la liberación”, la cual buscaba alinear a la Iglesia con los movimientos de liberación y con las luchas anticolonialistas y revolucionarias que recorrían África, Asia y Latinoamérica, así como con el movimiento por los derechos civiles en USA.
Sacerdotes como el padre Camilo Torres en Colombia ─que escribió, dialogó y organizó su apostolado en un intento de unir catolicismo y marxismo revolucionario─ fueron considerados una amenaza directa a la explotación capitalista. El padre Torres se unió a la lucha armada contra la dictadura lacaya del imperio y murió en combate.
Monjas activistas que dirigían el Movimiento Santuario de ayuda y salvoconducto a los inmigrantes salvadoreños que huían de los escuadrones de la muerte también fueron un objetivo a abatir, como también lo fueron Philip y Tom Berrigan, dos sacerdotes siempre al borde de la detención, que cumplieron condenas de cárcel junto con un grupo católico opuesto a la guerra del Vietnam.
Teólogos de la liberación como el carismático Leonardo Boff, de Brasil, padecieron la prohibición eclesiástica de hacer declaraciones o escribir. Sacerdotes que decidieron servir a los pobres, como el padre Jean-Bertrand Aristide, de Haití, fueron expulsados de su orden religiosa y forzados a dimitir por el crimen de “glorificación de la lucha de clases”. Samuel Ruiz, el obispo de Chiapas (México), recibió la orden de abstenerse de hacer “interpretaciones marxistas”.
Fue una caza de brujas y una purga que tomaba como blanco a activistas opuestos al racismo y a favor de la justicia social. Sin embargo, el reaccionario obispo disidente Richard Williamson, que negó públicamente el Holocausto, fue calurosamente readmitido en la Iglesia.
Frente a una oposición cada vez mayor en cada estamento, esta poderosa institución que durante siglos ha protegido las propiedades y los privilegios de las clases dirigentes occidentales, utilizó con cada vez mayor ahínco a sus fuerzas más fanáticamente reaccionarias para combatir a quienes buscaban cambio, apertura, igualdad y atención para las necesidades de los pobres y oprimidos.
Bajo el liderazgo del papa Juan Pablo II y, luego, del papa Benedicto XVI, la Iglesia Católica ha sido un aliado incondicional del imperialismo de USA, opuesto a la construcción socialista en la Europa del Este. A cambio, los poderosos medios usamericanos promocionaron activamente y ofrecieron una cobertura favorable de la Iglesia mientras que, al mismo tiempo, demonizaban a los musulmanes y a otras religiones de pueblos oprimidos.
En 2006, el papa Benedicto apoyó la propaganda antimusulmana que Washington había exacerbado a conciencia para justificar la guerra y la ocupación en Iraq y Afganistán. En un importante discurso papal, Benedicto citó a un emperador bizantino del siglo XIV que había acusado al profeta Mahoma de haber aportado únicamente al mundo “cosas malignas e inhumanas”.
La alianza con el imperialismo usamericano forzó a la Iglesia Católica a revivir los más reaccionarios excesos de su propio y oscuro pasado. Miembros de agrupaciones vinculadas con escuadrones de la muerte y dictaduras militares en Latinoamérica y con el fascismo y la extrema derecha en Europa ─ como la hermética secta Opus Dei y los Legionarios de Cristo─ fueron ascendidos a las más altas posiciones en el Vaticano y en todo el mundo.
Dos clérigos fascistas, Josemaría Escrivá ─que se había posicionado del lado de Hitler durante la Segunda Guerra Mundial y organizó bandas fascistas para dar caza a comunistas y sindicalistas revolucionarios en la España de Franco─ y el cardenal croata Aloysius Stepinac ─que ayudó a establecer campos de exterminio para judíos, serbios y gitanos─ fueron canonizados como santos.
El hecho de proteger y esconder a sacerdotes que habían abusado de niños mientras que se obligaba a dimitir a las fuerzas religiosas que defendían los derechos de los oprimidos y se aliaban con sus movimientos de liberación no es algo contradictorio. La indulgencia con matones y criminales y la dura represión de progresistas son las dos caras de una misma política de clase que consiste en defender la autoridad de la jerarquía establecida, una política que la Iglesia ha venido aplicando en cada asunto social.

Una visión represora de la sexualidad

Desde el estado esclavista de Roma a la sociedad feudal europea y, después, como instrumento fundamental de la conquista imperial, la Iglesia Católica es una institución religiosa arraigada en la sociedad de clases y el patriarcado. Esta herencia patriarcal constituye la base de sus posiciones represoras de todas las formas de expresión sexual humana. Ya se trate de homosexuales o de heterosexuales, de casados o solteros, la Iglesia Católica se arroga el derecho a legislar todas las formas de expresión sexual de la sociedad.
Al mismo tiempo que se negaba a ejercer cualquier acción contra depredadores sexuales porque esto ponía en peligro la autoridad y la santidad del sacerdocio, Ratzinger era el principal ejecutor de arcaicas doctrinas religiosas sobre la sexualidad y sobre la subordinación de la mujer en la Iglesia y en la sociedad. No permitió la menor liberalización en cuestiones de control de natalidad, aborto, divorcio o reconocimiento de la homosexualidad. En el interior de la Iglesia estas reglas se impusieron a través del prisma del pecado y la culpa. A los católicos homosexuales, a los casados tras un divorcio, a los que practicaban el control de la natalidad o a las mujeres que habían abortado se les negaban los sacramentos, se los excluía de la Iglesia o se los excomulgaba.
El peso de las instituciones eclesiásticas con más recursos económicos e influencia se utilizaba de forma agresiva en la sociedad civil para oponerse a la liberalización de las leyes del divorcio y al derecho de la mujer al control de la natalidad y al aborto. La Iglesia Católica organizaba y financiaba campañas políticas contra el matrimonio homosexual y la adopción de niños por parte de parejas homosexuales. Y mientras proclamaba su deber religioso de proteger a los “nonatos”, se negaba a proteger a los niños que estaban bajo su control.
Conforme iba creciendo la oleada de protestas por sus ataques contra niños que supuestamente debían cuidar, esta agrupación reaccionaria trataba de convertir su ocultación criminal en una lucha contra los homosexuales al vincular la pedofilia ─es decir, el abuso sexual de la infancia─ con la práctica homosexual de mutuo acuerdo entre adultos.
El pasado 14 abril, el cardenal Tarcisio Bernone, secretario de estado del Vaticano, atribuyó la pedofilia a la homosexualidad, que tachó de “patología”. En una conocida carta a los obispos que escribió en 1986, el papa Benedicto describió la homosexualidad como un “mal moral intrínseco”. Fue mucho más lejos al justificar e incluso alentar ataques violentos contra homosexuales al afirmar que “ni la Iglesia ni la sociedad deberían sorprenderse si aumentan las reacciones irracionales y violentas” cuando los homosexuales exigen derechos civiles.
Estos crímenes contra todos los movimientos de pueblos oprimidos deberían incluirse en la cólera que hoy despierta la jerarquía eclesiástica.
Los años de represión, de caza de brujas e intolerancia organizada han hecho que la jerarquía católica pierda cada vez más apoyos. Está más desnortada que su propia congregación y vive totalmente ajena a los valores de la sociedad.
Por muchos esfuerzos que haga, la Iglesia Católica ya no podrá recuperar el poder absoluto que tuvo hace 500 o incluso 100 años, cuando curas y obispos no tenían que dar cuentas de crímenes contra mujeres, esclavos, siervos, campesinos o trabajadores iletrados.
Las disculpas cuidadosamente redactadas, que no aceptan responsabilidad alguna, y los actos de relaciones públicas con unas cuantas víctimas seleccionadas de abusos sexuales ─en las que todo sucede de acuerdo con un guión preparado de antemano─ no van a resolver la crisis a la que se enfrenta la reaccionaria cúpula de la Iglesia Católica.
Hoy, quienes han sufrido abusos sexuales tienen voz por fin, y también aliados.


La autora estudió y sobrevivió durante 14 años en escuelas católicas. El traductor estudió y sobrevivió durante 11 años en escuelas católicas.

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