Terrorismos lícitos e ilícitos
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JOSÉ MANUEL PONTE / La Opinón A Coruña.
El último día de junio, a los 96 años y enfermo de alzhéimer, falleció en una residencia de ancianos Isaac Shamir, que fue primer ministro del Estado de Israel y activo terrorista en favor de su creación y ulterior defensa. Antes de perder definitivamente la memoria, él mismo lo reconocía públicamente con sendas declaraciones que no dejan lugar a dudas. "Se hizo bien en apelar al terror para construir el Estado de Israel", llegó a decir en una ocasión. Y aún lo reafirmó más explícitamente en otra: "Desde el punto de vista moral no hay diferencia entre el terror personal y el colectivo. En ambos casos se derrama sangre". La lista de acciones terroristas llevadas a cabo por este ciudadano de origen bielorruso es amplia. Durante el periodo de lucha para imponer la creación de un Estado judío en territorio palestino, participó en el asesinato en El Cairo de lord Mayne, ministro británico para Oriente Medio. Y, posteriormente, en el asesinato del conde Bernadotte, mediador sueco en la misión de paz de la ONU en Jerusalén. Asimismo se le implica en los numerosos actos terroristas contra las autoridades británicas de ocupación cometidos por agentes del sionismo. Entre ellos estaba otro nativo bielorruso, Menahen Beguin, que también fue primer ministro de Israel. Beguin es el autor principal de la matanza perpetrada el año 1946 en el hotel Rey David de Jerusalén, sede de la misión de la ONU, en la que perecieron 91 personas. Una acción que fue calificada por Winston Churchill como "el más devastador y cobarde crimen cometido en la Historia". Pero el número de sus hazañas criminales no termina ahí. Dos años después, también fue el máximo responsable del asalto a una aldea palestina en la que fueron asesinados más de cien de sus habitantes, según reconoce el propio Beguin en su libro Rebelión en Tierra Santa. No obstante, pasado el tiempo, toda esta serie de tropelías no le impidieron ser designado Premio Nobel de la Paz por la Academia Sueca. La relatividad moral de las acciones armadas tendentes a causar terror entre la población es proverbial entre los seres humanos, y su exaltación o condena suele guardar relación directa con su eficacia militar o política. Al secretario de Estado norteamericano Henry Kissinger, ciudadano de origen alemán, le fue concedido el Premio Nobel de la Paz pese a la evidencia de su implicación en los bombardeos sobre Vietnam o a las prácticas represivas en varios países de América Latina. Y Yassir Arafat, del que ahora se investiga si fue envenenado con polonio, fue alternativamente terrorista, o ejemplar ciudadano merecedor del mismo prestigioso premio, según las conveniencias de la política internacional. Igual que tantos otros. Recientemente, todos hemos visto cómo la reina Isabel II de Gran Bretaña estrechaba sonriente la mano del antiguo máximo dirigente de la organización terrorista norirlandesa IRA y en la actualidad honorable miembro del Gobierno autónomo del Ulster. Y aquí, en España, estamos ensayando diversas formas de digerir el fenómeno ETA, que tanto sufrimiento causó en la dictadura, y, principalmente (por el número de víctimas), durante la etapa democrática. Los sentimientos de libertad e independencia tienen una larga serie de muertos a sus espaldas. Y su represión, también.
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