jueves, 30 de noviembre de 2017

Cuquifascismo: La izquierda posmoderna. Una critica al postmodernismo de Patricia Castro.


Cuquifascismo: La izquierda posmoderna

(Dynamite MAG)

Michel Foucault y Sartre

Quedan ya muy lejos los días de las grandes movilizaciones sociales, de calles llenas y protestas ensordecedoras a favor del movimiento obrero, de la mejora de condiciones de vida y de la dignidad humana. Ahora todo son luchas parciales, que lejos de sumar y hacer un bloque unido y complejo, dividen sin cesar y atomizan todas las causas que otrora lograron grandes cambios en la sociedad. Vivimos tiempos donde lo simbólico le ha ganado la partida a lo real, donde importan mucho más las formas que el contenido, y donde todos nos hemos convertido en nuestros propios enemigos. Bienvenidos al siglo de lo banal y lo posmoderno.

La posmodernidad es el caballo de Troya de la izquierda. Ha destrozado toda la solidaridad existente entre las clases populares y el mismo concepto de bien común, así como los valores de fraternidad, igualdad y justicia que teníamos. En estos tiempos reina el individuo por encima de todas las cosas, es la tiranía y el desprecio a cualquier colectivo que no quiera hacer de la diferencia su lucha, sino la búsqueda de frentes comunes amplios que nos hagan mejorar el bienestar general. Ahora se pelea para que cada grupo tenga sus derechos, no para hacer un mundo mejor, ni más justo; sólo se busca el beneficio propio. El triunfo del individualismo y competencia atroz, que fomenta una carrera por diferenciarse y destacar, donde lo normal se penaliza y ser único se premia. Incluso los grupos que se crean para llevar a cabo estos nuevos activismos tienden a escindirse y atomizarse cada vez más, porque cualquier excusa es buena para encontrar una peculiaridad o un rasgo que lo diferencie del prójimo. Es todo lo contrario a los valores por los que la izquierda ha luchado siempre, la organización y lo colectivo están en vías de extinción. Mientras la derecha copa el descontento social y el fascismo avanza, la posmodernidad se ha vuelto un dogma de fe que no puede ser puesto en duda, se acaba convirtiendo en una especie de fascismo cuqui, donde existen cien partidos y una única política.

La izquierda ha abandonado la lucha contra de la explotación en cualquiera de sus formas, ya sea el trabajo asalariado o la explotación sexual y prostitución, a pasar a defenderla y regularla. Todo aquello que cuestiona a las raíces del sistema es visto como algo trasnochado y pasado de moda, en pos de una forma de pseudolucha que no critica las estructuras sino que se acomoda en ellas. Todo lo que antes era esclavitud y sometimiento ahora es sinónimo del mal llamado empoderamiento y libertad. Buscamos formas de evadirnos de la dura realidad, y pensando que cambiando nuestra forma de ver las cosas y redefiniendo conceptos, podemos tomar las riendas de nuestra vida; es una falacia bastante extendida. No podemos ser dueños de nuestro propio destino si no somos conscientes de las estructuras que condicionan nuestra vida, y que debemos cambiar para poder cambiar la sociedad. Todo lo demás son cuentos moralizantes, según las ideas que triunfen en la época. Se ha pasado de querer acabar con esta lacra de sistema a querer decorar nuestra basura como nos plazca. Y realmente podemos hacer lo que queramos, pero eso no tiene nada de emancipatorio ni progresista, por mucho que nos quieran hacer ver que sí. Sufrimos una terrible disonancia cognitiva, donde hemos pasado de combatir el veneno y decir que es malo, a justificar su uso porque la gran mayoría así lo piensa. Negar la realidad no conforma ninguna solución, nos lleva a un callejón sin salida.

Abandonar el análisis científico y la racionalidad ha comportado llevar políticas contradictorias y en muchas ocasiones acabar justificando muchos de los comportamientos de la derecha. Porque los grandes impulsores de las políticas de identidad fueron los partidos de izquierda a lo largo de los 90 y 2000, con Tony Blair y Bill Clinton a la cabeza. En vez de combatirlas ferozmente, se tomó el testigo de la contrarrevolución neoliberal que se había dado en la década de los 80. Pasamos de criticar a Thatcher por decir aquello de “No hay alternativa, la sociedad no existe, solo existen los individuos” a ser fieles seguidores de sus enseñanzas. Nos hicimos defensores de la doctrina neoliberal, de justificar el egoísmo y el individualismo, pasamos de ir contra Reagan por querer acabar con el bloque hegemónico de la URSS –que hacía de contrapeso al capitalismo occidental–, a tener vergüenza por pronunciar la palabra socialización. Después de 40 años de derrota, vemos las costuras de este monstruo que resulta ser Occidente. Ahora sabemos que tras la caída del muro de Berlín no fuimos ganadores de nada, sino que perdimos toda la esperanza de un futuro mejor. Y así estamos, retrocediendo a pasos agigantados, dejándonos vencer por el corporativismo de las transnacionales, que lejos de claudicar ahora gobiernan sin tener que manejar títeres en la principal potencia del mundo: Estados Unidos. Donald Trump es la encarnación de la oligarquía americana, el quinto jinete del apocalipsis financiero. No olvidemos que este magnate –autoproclamado defensor de los trabajadores y de ese hombre blanco que ahora tiene la culpa incluso de la explosión del Big Bang –, ganó su fortuna gracias a la especulación inmobiliaria y a la ingeniería financiera. Tras la dura crisis en los 70 que arrasó la ciudad de Nueva York, Trump se dedicó a comprar edificios emblemáticos y rascacielos a precio de saldo. Justamente fue en esa época donde se inició la gentrificación de Manhattan y el principio del auge de Wall Street como los depredadores de la economía global. Por entonces el presidente de Estados Unidos, el actor secundario Reagan, sólo hizo que levantar las compuertas y dejar correr al torrente del capital que ahora nos ahoga como sociedad. En vez de regular, echó leña al fuego y todos ardimos con él. Los pobres no existían, las protestas de colectivos dispares comenzaron a florecer y también la popularidad de Patti Smith.

En 1972, Pasolini advertía sobre el movimiento hippie que “derecha e izquierda se habían fusionado físicamente”. Tanto los pacifistas de la resistencia no violenta como los que protestaban en Mayo del 68 –fruto del situacionismo francés de mitad de siglo – fueron premonitorios de aquella enajenación colectiva que resultaría ser la santa alianza entre la posmodernidad y el capitalismo. Con propuestas que aún a día de hoy siguen siendo válidas y necesarias, había un cambio más profundo en su interior. Ya no se luchaba por transformar la realidad, sino la mente y la forma en que nos imaginábamos las cosas. La crítica iba más allá de un sistema capitalista inoperante y basado en parches sistemáticos, iba contra la misma idea de existir y relacionarnos. Cierto es que estas protestas se dieron en la época dorada del capitalismo, en esos años de oro donde Occidente experimentó el mayor crecimiento de la historia; eran tiempos de abundancia y donde ya nada llenaba, con el existencialismo en boca de todos los jóvenes. La filosofía se había convertido en un producto de consumo, en una moda más a seguir. Y después de una juventud que buscaba una alternativa, llegó la generación del punk, donde Reagan y Thatcher se comían el mundo y la música era ruidosa, visceral y sincera, y mostraba ese malestar que poco a poco iba llenando todo. No había esperanza, ni futuro, sólo neoliberalismo, o capitalismo global financiero, como le quieran llamar.

Y así nos adentramos poco a poco en los 90, con las protestas altermundistas en auge y con el nacimiento del feminismo de la tercera ola –alguna vez deberíamos de hablar del feminismo como una doctrina políticosocial y no sólo como un producto que surge a raíz de ciertos cambios culturales, pero eso es otra historia–. También tenemos que tratar los movimientos antirracistas, LGTB y el ecologismo. Todos los –ismos modernos, luchan por separado cada tema, buscando diferenciarse cada vez más entre ellos y a la vez creando más escisiones en cada colectivo. Son necesarias sus aportaciones puesto que en el mundo existe racismo, machismo y el planeta está gravemente herido, pero quizá debamos replantearnos si la lucha atomizada tiene sentido. Son un hecho las múltiples discusiones que se tienen actualmente sobre la inclusión de más siglas al colectivo LGTB y sobre la misma definición de cada término, ¿bisexual y pansexual son lo mismo? ¿Si lo son para que se necesitan dos palabras para nombrar lo mismo? Sólo por mencionar alguna de las problemáticas actuales. Las políticas de identidad están basadas en el sentimiento de pertenencia a un grupo, el cual se puede escoger, en vez de ser consciente que se forma parte de un estrato de la sociedad al que estamos vinculados por nuestras condiciones socioeconómicas. Es decir, se prioriza el sentir, y la irracionalidad por encima del análisis y el ser. Nos podemos sentir de muchas formas, pero ser sólo somos un abanico limitado de cosas. Nos hemos convertido en nuestros carceleros, todos somos opresores, y nos pasamos el día cuestionándonos a nosotros mismos y nuestros iguales en vez de levantar la cabeza y mirar hacia arriba. Infinidad de causas, a veces justas y dignas, otras ridículas y sinsentido, se superponen ad fininitum hasta llegar a competir por cuanto de oprimidos estamos y quién lo esté más es el más válido para quejarse. Así se acaba matando la espontaneidad de una protesta o la legitimidad de poder quejarse, porque no nos parece sincera su queja; el relativismo absoluto es una forma nueva de totalitarismo. Tras mil estudios financiados por universidades de prestigio siempre se acaba llegando a la conclusión que todo es culpa de los hombres cisheteros de primer mundo que votan a Trump. Esta conducta es típica de la lógica neoliberal, y de la izquierda posmoderna que ha medrado abandonando toda su conciencia de clase y vaciándose de contenido, culpando a la gran mayoría de sociedad y poniendo el foco de problema en los individuos que la componen sin tener en cuenta el mundo que fabrica a éstos, ni como están canalizando su malestar. Se acaba por simplificar los hechos de una realidad sumamente compleja. Es más fácil prometer reformas feministas como el uso de cuotas, o carriles bicis más anchos, que mejoras en las condiciones laborales de las trabajadoras o tratar el abandono de las ciudades periféricas y su deterioro.

En la actualidad tenemos a grupos de feministas cuestionando las leyes que dicta la Constitución por ser injustas –cosa muy cierta – pero sin parar a pensar que son el resultado de un tiempo y unas estructuras determinadas. Critican leyes discriminatorias de la mujer por ser patriarcales, sin hacer un análisis del sistema, donde claramente la justicia sólo existe para las clases con cierto poder adquisitivo y las élites, donde el pobre es fulminado. Se obvia la principal causa que atraviesa todo tipo de movimientos y opresiones, que es la clase social. Obama era un blanco rico pintado de negro, no fue juzgado por su color de piel como lo hubiera sido una persona en condiciones de pobreza. Otro ejemplo lo tenemos en el feminismo liberal que Hillary Clinton intentó impulsar para ganar la campaña a la presidencia de Estados Unidos, a favor de muchas minorías y la concesión de derechos que sólo fomentaban la creación de lobbies de presión, en vez de unas leyes justas que emancipasen a todos los individuos en vez de subyugarlos para el beneficio de unas cuantos. Todo se confunde. Movimientos antiespecistas que le dan la misma importancia a una gallina que a un ser humano, donde se relativiza el valor de la vida humana, llegando a equiparar en ocasiones los mataderos de animales con el Holocausto nazi – banalizando el mal y deformando la realidad – cuando los animales no tienen conciencia ninguna. ¿Dónde ponemos el límite? ¿Matar una hormiga está bien? ¿Los ácaros que tenemos en el colchón no merecen también una vida digna? ¿Dejamos de dormir en camas por el estrés que puedan sufrir? Sólo a través de una crítica racional y dialéctica podemos llegar a saber qué es lo que nos beneficia como sociedad y que hábitos pueden ser saludables. Pero toda aquella doctrina que deshumanice al ser humano, está un paso más cerca de la caverna y el oscurantismo que de la liberación de la humanidad. Abandonar los hechos es abandonar la razón y basarse en interpretaciones que sólo crean humo.

El problema de fondo ha estado en el abandono del materialismo y la regresión a un idealismo que es imposible cumplir porque no analiza las condiciones reales, sino que atiende a la irracionalidad de las sensaciones y da la espalda al cientifismo. La ciencia no es democrática, las leyes de la gravedad no pueden deconstruirse, son absolutas. Pensar que todos somos enemigos de todos ha hecho crecer un recelo muy grande en la sociedad, ha provocado un rechazo a los valores de compromiso y solidaridad en los que se había basado la izquierda hasta la irrupción de la posmodernidad en sus filas. Ahora importan más las fotos, las palabras y el discurso que los hechos y el trabajo de campo, donde se valora más la incidencia de las campañas en las redes sociales que un buen trabajo en la calle, mejorando las condiciones de vida de la gente. Los debates actuales sobre la regulación de la prostitución, la defensa de la maternidad subrogada buscando alternativas “éticas” o las últimas formas de economía colaborativa ponen de manifiesto la descomposición de la izquierda que aportaba luz al mundo y luchaba por dominar las estructuras, para conseguir el progreso de la sociedad y la emancipación de la humanidad. Todo lo que empodera nos ata más fuerte a nuestras cadenas. Sin el resurgir de la clase trabajadora y de la conciencia obrera como motor de trasformación social, no podremos construir una alternativa real, viable, ni mejor a este sistema caduco que sufrimos hoy en día. Si lo conseguimos o no, depende en gran parte de nosotros.

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