La dignidad de los comerratas
Juan Luis Sánchez - Varanasi (India) / El Diario.
Varanasi, ciudad india en el valle del Ganges, es un paraíso para los dioses y una ciénaga para sus mortales
Cientos de mujeres se organizan en pequeñas aldeas para salir de la pobreza extrema a la que el sistema de castas, la explotación y la superpoblación someten a sus familias
A Jyoti la llaman comerratas. Sostiene a su hermana
en brazos y camina sin resbalar por el fanguizal que es hoy su aldea
después de la lluvia. Dice que tiene 19 años y parece que son 13: figura
menuda, ojos de niña que ya no juega, un adorno en la nariz.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia. Viven en la aldea de Kapil Dhara, a unos kilómetros al norte de la ciudad sagrada de Varanasi (Benarés), en el corazón del valle del Ganges, una explanada eterna que es el paraíso de los dioses hindúes y budistas y una ciénaga para sus mortales. En los 10 kilómetros que separan el río santo de la aldea de Jyoti se extiende la vida en forma de pasta densa y concentrada, como si no hubiera sido terminada de untar. Una pobreza urbana monocorde y contundente camufla entre borrones de suciedad escenas que ya por separado serían insoportables. El barro colecciona rostros, el agua encharcada hace tiempo que dejó de buscar una alcantarilla, los edificios son tela raída.
En el epicentro mundial de la superpoblación las leyes de la física mutan; las motos y los coches están libres de las reglas de la inercia, sus conductores no sienten miedo; los que pasean no pasean, atraviesan corrientes de tráfico y esquivan hombros; la gravedad no afecta a las estanterías de las tiendas, que acumulan telas, zapatos y semillas que a pesar del bullicio están ahí para no ser vendidas nunca; las ruedas de las bicicletas y los rickshaws no se pinchan a pesar de que el asfalto de las calles está enterrado en polvo ybasura ,
agujeros y piedras; los hombres resisten recostados sobre cualquier
esquina el murmullo infartado de las bocinas, que no se avisan sino que
conversan.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia. Viven en la aldea de Kapil Dhara, a unos kilómetros al norte de la ciudad sagrada de Varanasi (Benarés), en el corazón del valle del Ganges, una explanada eterna que es el paraíso de los dioses hindúes y budistas y una ciénaga para sus mortales. En los 10 kilómetros que separan el río santo de la aldea de Jyoti se extiende la vida en forma de pasta densa y concentrada, como si no hubiera sido terminada de untar. Una pobreza urbana monocorde y contundente camufla entre borrones de suciedad escenas que ya por separado serían insoportables. El barro colecciona rostros, el agua encharcada hace tiempo que dejó de buscar una alcantarilla, los edificios son tela raída.
En el epicentro mundial de la superpoblación las leyes de la física mutan; las motos y los coches están libres de las reglas de la inercia, sus conductores no sienten miedo; los que pasean no pasean, atraviesan corrientes de tráfico y esquivan hombros; la gravedad no afecta a las estanterías de las tiendas, que acumulan telas, zapatos y semillas que a pesar del bullicio están ahí para no ser vendidas nunca; las ruedas de las bicicletas y los rickshaws no se pinchan a pesar de que el asfalto de las calles está enterrado en polvo y
El punto de apoyo para que Varanasi no pierda por completo su contacto con las normas físicas de este mundo
parece estar sobre el lomo de las vacas: deambulan nunca muy lejos de
sus invisibles dueños con la parsimonia de la que respira aire tranquilo
en una dehesa, con la tranquilidad de lo sagrado, con la pesadez del
centro de una órbita.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia,
como a muchas de las personas de su aldea. Mira con ojos avergonzados y
escépticos. Le preguntamos qué quiere ser de mayor en un impulso egoísta
para recibir una caricia de su inocencia todavía infantil, para que
contradiga con algo de esperanza lo que dicen sus ropas, su pelo, sus
pies, sus manos, su debilidad física. "Maestra", responde sin
entusiasmo, consciente de la ficción. "Ya eres maestra de tu hermana,
¿verdad?", decimos ya rozando el patetismo. "Sí".
Los padres de Jyoti han tenido cuatro hijas y dos hijos; eso para una familia pobre india es unproblema :
significa que tendrán que pagar una dote a cada uno de los maridos de
sus cuatro hijas por "hacerse cargo" de sus mujeres. Una ruina. India,
con 1.200 millones de habitantes, es de los pocos lugares del mundo
donde hay más hombres que mujeres: muchas
niñas son asesinadas por sus padres al nacer y, conforme la tecnología
avanza, las clases medias y altas pueden acceder a radiografías y
abortos selectivos en función del sexo detectado en el feto.
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia, como a muchas de las personas de su aldea, como a cientos de miles de personas más en varios Estados del norte de la India, porque así es como llaman a toda su tribu: son los musahar, un grupo de la casta de "los intocables", el nivel más excluido del sistema de segregación social que sigue imperando en la India, a pesar de los esfuerzos públicos por corregirlo a través de cuotas y discriminación positiva en algunas instituciones.
Los padres de Jyoti han tenido cuatro hijas y dos hijos; eso para una familia pobre india es un
A Jyoti la llaman comerratas, como a toda su familia, como a muchas de las personas de su aldea, como a cientos de miles de personas más en varios Estados del norte de la India, porque así es como llaman a toda su tribu: son los musahar, un grupo de la casta de "los intocables", el nivel más excluido del sistema de segregación social que sigue imperando en la India, a pesar de los esfuerzos públicos por corregirlo a través de cuotas y discriminación positiva en algunas instituciones.
La propia
filosofía divina que hay tras el sistema de castas frena esa
emancipación: la creencia hindú dice que quien ha nacido siendo un dalit,
un marginado, es como pago por lo hecho en una vida anterior; por
tanto, lo que hay que hacer para ser algo más privilegiado es portarse
bien en esta vida.
Dice la leyenda que cuando fueron
creados los primeros hombres, los dioses les entregaron un caballo y una
herramienta de trabajo. Uno de ellos usó la herramienta para hacer dos
agujeros a cada lado del vientre de su animal para poder fijar allí sus
pies y no caerse al montar. Esa crueldad enfadó mucho al dios
Parmeshwar, que le hizo a él y a sus descendientes cazadores de ratas.
Con este agradable cuento como argumento, el sistema de castas ha
relegado tradicionalmente a los musahar –que, de hecho, significa
literalmente "buscadores de ratas". El sacerdote Abhi, que lleva 35 años
trabajando en el Estado de Uttar Pradesh, hizo su tesis doctoral sobre
los musahar: "como solo consiguen trabajo en la agricultura, cazan ratas
para poder comer", nos explica. "Cavan debajo de las plantaciones de
arroz porque saben que allí se esconden los roedores". Esos cultuvos
pertenecen a terratenientes de otras castas que les dan trabajo como
agricultores durante unos meses al año.
En las camas de Kapil Dhara no hay colchones. Un somier de madera atravesado por cuerdas gruesas preside los cuartuchos de casas de barro; de pared a pared, algunas veces de ladrillo como símbolo de prosperidad, un cordel sostiene el peso de las colchas y de la ropa familiar que escurren la humedad.
En las camas de Kapil Dhara no hay colchones. Un somier de madera atravesado por cuerdas gruesas preside los cuartuchos de casas de barro; de pared a pared, algunas veces de ladrillo como símbolo de prosperidad, un cordel sostiene el peso de las colchas y de la ropa familiar que escurren la humedad.
En la calle empedrada un cerdo engorda en un barrizal
oscuro a la puerta de una casa que venderá su carne. En la esquina de
más acá luce una pequeña tienda que presume con tiras de paquetitos de
dulces prefabricados colgando del quicio y bolsas de galletas clavadas
en la pared; en el escalón, la madre prepara bandejas de cereales, la
abuela pela verdura y los niños juegan con dos piedras redondeadas hasta
que hacen de canicas. El padre de la familia, que va y viene con la
moto cada tanto a por la mercancía, observa desde el claroscuro.
Una de las cosas que ve, a su derecha, es a dos chicas en los límites
del cultivo fregando los platos con barro, a falta de estropajo y jabón.
A su izquierda, una señora hace una de las especialidades de los
musahar, unas coronas de hojas secas cosidas para emplatar comida en bodas y fiestas.
La tienda, el cerdo, las coronas… estas iniciativas de autoempleo surgen con la ayuda de un sistema de microcréditos que
poco a poco cambia la mentalidad y las oportunidades en aldeas como
esta. Las mujeres –siempre las mujeres– ahorran hasta que tienen un bote
suficiente como para dar prestado a alguna familia de la comunidad que
tenga un proyecto de economía productiva –no vale reparar la casa, y
mira que lo necesitan– y quiera financiarlo. La familia se compromete a
devolver el dinero a ese mismo bote con un interés del 2%, en lugar del 10% de bancos que además no confiarían un crédito a personas tan pobres.
El porcentaje de personas que saben escribir y leer no llega al 3% y en el caso de las mujeres lacifra
es prácticamente ruido estadístico. Sin ayuda no podrían y las
organizaciones locales hacen de guía técnico, y sobre todo emocional, en
un viaje de emancipación que parte desde el cero más absoluto. En Kapil
Dhara y otras aldeas de la zona, la organización Lok Chetana Samiti,
que coordina el sacerdote misionero Shathish Augustine, recibe dinero de
Manos Unidas para el desarrollo comunitario a través de la actividad económica y social de las mujeres.
El viaje hacia la dignidad en la ciénaga santa de Varanasi necesita de mitos nuevos; necesita de leyendas que cambien la condena divina por autoestima, la reencarnación por la urgencia, la sumisión por la lucha. Y esa historia, y es real, se cuenta en una aldea muy cerca de Kapil Dhara, donde viven las 120 mujeres de azul de Gaura Kala.
El porcentaje de personas que saben escribir y leer no llega al 3% y en el caso de las mujeres la
El viaje hacia la dignidad en la ciénaga santa de Varanasi necesita de mitos nuevos; necesita de leyendas que cambien la condena divina por autoestima, la reencarnación por la urgencia, la sumisión por la lucha. Y esa historia, y es real, se cuenta en una aldea muy cerca de Kapil Dhara, donde viven las 120 mujeres de azul de Gaura Kala.
Hace seis años eran tan pobres, tan sometidas, tan poco conscientes de
sí mismas, tan maltratadas como lo son hoy las de Kapil Dhara. El mismo
sistema de microcréditos que ahora ensayan entre cerdos y hojas cosidas
sus vecinas les ha llevado a formar una comunidad activa y hasta
activista con el paso de los años.
A las mujeres de azul de Gaura no hay que escarbarlas
con preguntas estúpidas de respuestas estériles, ellas llevan la
iniciativa de la conversación en un discurso que, sin traducir, ya suena
elocuente. Grueso como lo son sus libros de anotaciones donde organizan
las entradas y dineros del banco. Estimulante como la idea de saber que
han organizado un grupo de presión para ir a reclamar trabajo a la
puerta de responsables empresariales y políticos para hacer pozos,
carreteras o canalizaciones. Esperanzador como escuchar de su boca, en
una zona empobrecida y marginada con la excusa del castigo divino, donde
el matrimonio es concertado y el nacimiento de una hija es una carga,
que ese grupo de 120 mujeres de azul de Gaura Kala tiene el valor de ir a
las casas si es necesario para advertir a algún hombre que, a su
compañera, ni un golpe más.
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Nota: Esta cobertura de eldiario.es en India es posible por la
invitación de Manos Unidas. La ONG ha corrido con los gastos del viaje.
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