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A partir sobre todo del
estallido de la Guerra fría, durante decenios la campaña
anticomunista de Occidente ha girado alrededor de la demonización de
Stalin. Hasta el momento de la derrota de la Unión Soviética, no
era el caso de exagerar en la polémica contra Mao, y ni siquiera
contra Pol Pot, hasta el último momento apoyado por Washington
contra los invasores vietnamitas y sus protectores soviéticos. El
monstruo gemelo de Hitler era uno sólo [Stalin]: había dominado
durante treinta años en Moscú y continuaba pesando de manera
funesta sobre el país que se atrevía a desafiar la hegemonía de
los EEUU.
El cuadro debía cambiar
con el ascenso prodigioso de China: ahora es el gran país asiático
el que debe ser atacado hasta perder su identidad y autoestima. Más
allá de Stalin, la ideología dominante está volcada en identificar
otros monstruos gemelos de Hitler. Y he aquí que el libro [Jung
Chang y Jon Halliday: Mao. La historia desconocida] que obtiene un
gran éxito internacional es el que describe a Mao Tse-Tung como el
más grande criminal del siglo veinte, o quizás de todos los
tiempos.
Los métodos de
"demostración" son los que ya conocemos: se parte de la
infancia del "monstruo" más que de la historia de China.
Es necesario entonces intentar colmar esta laguna. Con una larga
historia a sus espaldas, China, que había ocupado durante siglos o
milenios una posición destacada en el desarrollo de la civilización
humana, todavía en 1820 tenía un PIB que constituía el 32,4% del
producto interior bruto mundial; en 1949, en el momento de su
fundación, la República popular china es el país más pobre, o uno
de los más pobres del mundo. Lo que determinó este hundimiento es
la agresión colonialista e imperialista que comienza con las Guerras
del Opio. Celebradas de manera entusiasta también por los más
ilustres representantes del Occidente liberal (piénsese en
Tocqueville y John Stuart Mili) estas guerras ignominiosas abren un
capítulo decididamente trágico para el gran país asiático. El
déficit del balance comercial chino, provocado por la victoria de
los «narcotraficantes británicos», la terrible humillación
sufrida («Mujeres chinas son reunidas y violadas» por los
invasores; «las tumbas son violadas en nombre de la curiosidad
científica»; «el minúsculo pie envuelto de una mujer es exhumado
de su tumba») y la crisis, subrayada por la incapacidad del país a
la hora de defenderse de agresiones externas, cumplen un papel de
primer nivel a la hora de provocar la revuelta de los Taiping
(1851-1864), que pone a la orden del día la lucha contra el opio. Es
«la guerra civil más sangrienta en la historia mundial, estimada en
alrededor de veinte y treinta millones de muertos». Después de
haber contribuido fuertemente a provocarla, Occidente se convierte en
su beneficiario, dado que puede extender su control sobre un país
indefenso y amordazado por una crisis cada vez más profunda. Se abre
un período histórico en el que se ve una «China crucificada» (a
los asesinos occidentales se les unen Rusia y Japón):
A medida que se acerca el
final del siglo XIX, China parece convertirse en la víctima de un
destino contra el que no puede luchar. Es una conjura universal de
los hombres y los elementos. La China de los años 1850-1950, la de
las más terribles insurrecciones de la historia, objetivo de los
cañones extranjeros, país de las invasiones y las guerras civiles,
es también el país de los grandes cataclismos naturales. Sin duda
el número de víctimas en la historia del mundo no ha sido nunca tan
elevado.
La reducción general y
drástica del nivel de vida, la disgregación del aparato estatal y
gubernamental, junto a su incapacidad, corrupción, y creciente
sometimiento y subalternidad respecto al extranjero: todo ello hace
aún más devastador el impacto de inundaciones y hambrunas: «La
gran hambruna de China del norte en 1877-1878 [...] mata a más de
nueve millones de personas». Es una tragedia que tiende a producirse
periódicamente: en 1928, los muertos suman «casi tres millones sólo
en la provincia de Shanxi». No hay escapatoria del hambre ni del
frío: «Queman las vigas de las casas para poderse calentar».
No se trata solamente de
una devastadora crisis económica: «El Estado es prácticamente
destruido». Un dato es de por sí significativo: «se desarrollan
130 guerras entre 1.300 señores de la guerra en el período
1911-1928»; las enemistadas «bandas militares» son apoyadas en
ciertos casos por una u otra potencia extranjera. Por otro lado, «las
numerosas guerras civiles entre 1919 y 1925 pueden ser consideradas
nuevas Guerras del opio. La apuesta es por el control de su
producción y de su transporte»838. Más allá de los cuerpos
armados de los señores de la guerra, se extiende el bandidaje puro y
duro, alimentado por los desertores del ejército y por las armas
vendidas a los soldados. «Se calcula que en torno a 1930 los
bandidos en China alcanzan los 20 millones, el 10% de la población
masculina total». Por otro lado es fácil imaginar el destino que
les espera a las mujeres. En conjunto, supone la disolución de todo
vínculo social: «En ocasiones el campesino vende a la mujer y los
hijos. La prensa describe las filas de jóvenes mujeres vendidas que
recorren las calles llevadas por los traficantes, en un Shanxi
devastado por el hambre de 1928. Se convertirán en esclavas
domésticas o prostitutas». Solamente en Shanghái hay «alrededor
de 50.000 prostitutas habituales». Y tanto las actividades de
bandidaje como el proxenetismo pueden contar con el apoyo o
complicidad de las autoridades occidentales, que desarrollan a tal
propósito «lucrativas actividades». La vida de los chinos vale ya
bastante poco, y los oprimidos tienden a compartir este punto de
vista con los opresores. En 1938, en un intento por frenar la
invasión japonesa, la aviación de Chang Kai-Chek hace volar los
diques del río Amarillo: 900.000 campesinos mueren ahogados mientras
otros 4 millones son obligados a huir. Alrededor de quince años
antes Sun Yat-Sen había expresado el temor de que se pudiese llegar
«a la extinción de la nación y la aniquilación de la raza»; sí,
los chinos quizás eran los siguientes en sufrir el fin infligido a
los «pieles rojas» en el continente americano.
Esta trágica historia
que antecede a la revolución se disuelve en la historiografía y en
la propaganda que giran alrededor del culto negativo de los héroes.
Si en la lectura de la historia de Rusia se procede a la ocultación
del Segundo período de desórdenes, respecto al gran país asiático
se sobrevuela el Siglo de las humillaciones (el período que va desde
la Primera guerra del opio a la conquista comunista del poder). Como
en Rusia, también en China quien salva la nación e incluso al
Estado es en última instancia la revolución guiada por el partido
comunista. En la biografía ya citada sobre Mao Tse-Tung no solamente
se ignora el trasfondo histórico brevemente reconstruido aquí, sino
que la primacía de los horrores imputados al líder comunista chino
es conseguida adjudicándole las víctimas provocadas por el hambre y
escasez que han sacudido China. Se guarda un riguroso silencio sobre
el embargo infligido al gran país asiático inmediatamente después
de la llegada al poder de los comunistas.
Sobre este último punto
conviene ahora consultar el libro de un autor estadounidense que
describe de manera favorable el papel principal que durante la Guerra
fría juegan la política de asedio y estrangulamiento económico
instaurados por Washington contra la República popular china. En
otoño de 1949, ésta se encuentra en una situación desesperada.
Mientras tanto hay que destacar que la guerra civil no había acabado
en absoluto: el grueso del ejército del Kuomintang se había
refugiado en Taiwán, y desde allí continuaba amenazando al nuevo
poder con bombardeos aéreos e incursiones, mientras que continuaban
existiendo bolsas de resistencia en el continente. Pero este no es el
aspecto principal: «Después de decenios de guerras civiles e
internacionales la economía nacional estaba al borde del colapso
total». Al derrumbamiento de la producción agrícola e industrial
se le une la inflación. Y no es todo: «Aquél año graves
inundaciones habían devastado una gran parte de la nación y más de
40 millones de personas habían sido víctimas de este desastre
natural».
Para hacer más
catastrófica que nunca esta gravísima crisis económica y
humanitaria, entra en juego el embargo decretado por los EEUU. Sus
objetivos surgen con claridad de los estudios y proyectos de la
administración Truman y de las admisiones o declaraciones de sus
dirigentes: hacer que China «sufra la plaga» de «un nivel de vida
general cerca o por debajo de la subsistencia»; provocar un «atraso
económico», un «retraso cultural», una «primitiva y
descontrolada tasa de natalidad», «desórdenes populares»;
infligir «un coste pesado y prolongado a la entera estructura
social» y crear, en última instancia, «un estado de caos». Es un
concepto que es repetido de manera obsesiva: hay que llevar a un país
desde una situación de «necesidades desesperadas» hacia una
«situación económica catastrófica»: «hacia el desastre» y el
«colapso». Esta «pistola económica» apuntada contra un país
superpoblado es mortal, pero a la CIA no le basta: la situación
provocada «por las medidas de guerra económica y bloqueo naval»
podría verse agravada ulteriormente por una «campaña de bombardeos
aéreos y navales contra puertos seleccionados, construcciones
ferroviarias, estructuras industriales y depósitos»; con la
asistencia de los EEUU, continúan los bombardeos del Kuomintang
sobre las ciudades industriales, incluida Shanghái, de la China
continental846.
En la Casa Blanca un
presidente da paso a otro, pero el embargo continúa e incluye
medicinas, tractores y fertilizantes847. A comienzos de los años
sesenta un colaborador de la administración Kennedy, es decir Walt
W. Rostow, señala que, gracias a esta política, el desarrollo
económico de China se ha retrasado por lo menos «decenas de años»,
mientras los informes de la CIA subrayan «la grave situación
agrícola de la China comunista» ya seriamente debilitada por la
«sobrecarga de trabajo y malnutrición» (overwork and
malnutrition). ¿Se trata entonces de reducir la presión sobre un
pueblo reducido al hambre? Al contrario, no hay que reducir el
embargo «ni siquiera por un impulso humanitario». Aprovechándose
también del hecho de que China «carece de recursos naturales clave,
en especial petróleo y terreno cultivable» y utilizando también la
grave crisis en las relaciones entre China y la URSS, puede
intentarse el golpe definitivo: se trata de «explotar las
posibilidades de un embargo occidental total contra China» y
bloquear en la mayor medida posible las ventas de petróleo y de
trigo.
¿Tiene sentido entonces
atribuir de manera exclusiva o principal a Mao la responsabilidad de
la catástrofe económica que durante tanto tiempo afectó a China,
lúcida y despiadadamente proyectada en Washington ya desde otoño de
1949? Empeñados en ofrecer un retrato caricaturesco de Mao y
denunciar sus dementes experimentos, los autores del best-seller
sobre el dirigente chino no se plantean este problema. Además los
mismos dirigentes estadounidenses saben, desde el momento en que
aplican el embargo, que será todavía más devastador a causa de la
«inexperiencia comunista en el campo de la economía urbana». No
por casualidad les hemos visto hablar explícitamente de «guerra
económica» y de «arma económica».
Es una práctica que no
desaparece ni siquiera después del final de la Guerra fría. Algún
año antes del ingreso de China en la Organización Mundial del
Comercio, un periodista estadounidense describía así, en 1996, el
comportamiento de Washington: «Los líderes americanos desenvainan
una de las armas más pesadas de su arsenal comercial, apuntando
abiertamente a China, para discutir después si apretar o no el
gatillo». Una vez puesta en marcha, su amenaza de cancelación de
las relaciones comerciales habría constituido, «en términos de
dólares, la mayor sanción comercial en la historia de los EEUU,
excluidas las dos Guerras mundiales»; habría sido «el equivalente
comercial de un ataque nuclear». Esta era también la opinión de un
ilustre politólogo estadounidense, Edward Luttwak: «Con una
metáfora se podría afirmar que el bloqueo de las importaciones
chinas es el arma nuclear que América apunta hacia China». Agitada
como amenaza en los años noventa, el «arma nuclear» económica ha
sido utilizada sistemáticamente contra el país asiático durante la
Guerra fría, mientras Washington (explícitamente y repetidas veces)
se reservaba el derecho a recurrir también a la auténtica arma
nuclear.
Al llegar al poder Mao es
consciente de que le espera la «difícil tarea de la reconstrucción
económica»: sí, es necesario «emprender el trabajo en el campo
industrial y económico» y «aprender de cada experto (quienquiera
que sea)». En este contexto el Gran Salto adelante es un intento
desesperado y catastrófico de afrontar el embargo. Esto vale en
parte para la Revolución cultural, caracterizada por la ilusión de
poder impulsar un rápido desarrollo instando a la movilización en
masa y a los métodos adoptados con éxito en la lucha militar. Todo
siempre en la esperanza de poner fin de una vez por todas a las
devastaciones de la «guerra económica», detrás de la cual se
vislumbraba la amenaza de una guerra total. En lo que respecta al
comportamiento de Mao como un déspota oriental, sobre todo durante
la Revolución cultural, desde luego contribuyen a explicarlo tanto
la historia de China como la ideología y personalidad de quien
ejerce el poder; el hecho es que no se ha visto nunca que se
democratizase un país salvajemente agredido en el plano económico,
aislado en el plano diplomático, y sometido a una terrible y
constante amenaza en el plano militar. Siendo así las cosas, es
doblemente grotesco imputar exclusivamente a Mao «más de setenta
millones de personas [...] muertas en tiempo de paz a causa de su
desgobierno».
En realidad, las
«conquistas sociales de la era de Mao» han sido «extraordinarias»,
conquistas que consiguieron una clara mejora de las condiciones
económicas, sociales y culturales, y un fuerte aumento de la
«expectativa de vida» del pueblo chino. Sin estos presupuestos no
se puede comprender el prodigioso desarrollo económico que a la
postre liberó a cientos de millones de personas del hambre e incluso
de la muerte por inanición. Sin embargo, en la ideología dominante
los papeles se intercambian: el grupo dirigente que puso fin al siglo
de las humillaciones se convierte en una banda de criminales,
mientras que los responsables de una tragedia que duró un siglo, así
como aquellos que con el embargo hicieron todo lo posible para
prolongarla, aparecen como campeones de la libertad y la
civilización. Hemos visto ya a Goebbels describir en 1929 a Trotsky
como aquél que «quizás» puede ser considerado como el mayor
criminal de todos los tiempos; en los años posteriores quizás
hubiera asignado a Stalin el primer lugar en la lista. En cualquier
caso la manera de argumentar del jefe del aparato de propaganda y
manipulación del Tercer Reich debe haberles parecido demasiado
problemática a los autores de la aclamada biografía sobre Mao. No
tienen dudas: ¡la primacía absoluta entre los criminales de la
historia universal ha pasado a ser la del líder chino!
Publicado en arrezafe.
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