El presente articulo nos fue remitido por el camarada Stolpkin como homenaje al recientemente fallecido escritor Eduardo Galeano.
Los derechos de los trabajadores: ¿un tema para arqueólogos?
Por: Eduardo Galeano
No
se asusten, empezaré diciendo “seré breve”, pero esta vez es verdad. Y
es verdad porque yo estoy empeñado en una inútil campaña contra la “inflación palabraria”
en América Latina, que yo creo que es más jodida, más peligrosa que la
inflación monetaria, pero se cultiva con más frecuencia. Y porque además
lo que voy a hacer es leer para ustedes un mosaico de textos breves
previamente publicados en revistas, periódicos, libros. Pero no reunidos
como ahora en una sola ocasión, reunidos en torno a una pregunta que me
ocupa y me preocupa como –estoy seguro– a todos ustedes, que es la
pregunta siguiente: ¿los derechos de los trabajadores son ahora un tema
para arqueólogos? ¿Sólo para arqueó- logos? ¿Una memoria perdida de
tiempos idos? Este en un mosaico armado con textos diversos que se
refieren todos –sin querer queriendo, yendo y viniendo entre el pasado y
el presente– a esta pregunta más que nunca actualizada: ¿“Los derechos
de los trabajadores” es un tema para arqueólogos? Más que nunca
actualizada en estos tiempos de crisis, en los que más que nunca los
derechos están siendo despedazados por el huracán feroz que se lleva
todo por delante, que castiga el trabajo y en cambio recompensa la
especulación, y está arrojando al tacho de la basura más de dos siglos
de conquistas obreras.
La tarántula universal
Ocurrió en Chicago en 1886. El 1º de mayo, cuando la huelga obrera paralizó Chicago y otras ciudades, el diario Philadelphia Tribune diagnosticó:
“El elemento laboral ha sido picado por una especie de tarántula
universal y se ha vuelto loco de remate”. Locos de remate estaban los
obreros que luchaban por la jornada de trabajo de ocho horas y por el
derecho a la organización sindical. Al año siguiente, cuatro dirigentes
obreros, acusados de asesinato, fueron sentenciados sin pruebas en un
juicio mamarracho. Se llamaban George Engel, Adolph Fischer, Albert
Parsons y Auguste Spies; marcharon a la horca mientras el quinto
condenado (Louis Lingg) se había volado la cabeza en su celda.
Cada 1º de mayo el mundo entero los recuerda.
Dicho
sea de paso, les cuento que estuve en Chicago hace unos siete u ocho
años, y les pedí a mis amigos que me llevaran al lugar donde todo esto
había ocurrido, y no lo conocían. Entonces me di cuenta de que en
realidad esto, esta ceremonia universal – la única fiesta de veras
universal que existe –, en Estados Unidos no se celebraba; o sea, era en
ese momento el único país del mundo donde el 1 de mayo no era el Día
de los Trabajadores. En estos últimos tiempos eso ha cambiado, recibí
hace poco una carta muy jubilosa de estos mismos amigos contándome que
ahora había en ese lugar un monolito que recordaba a estos héroes del
sindicalismo, que las cosas habían cambiado y que se había hecho una
manifestación de cerca de un millón de personas en su memoria por
primera vez en la historia. Y la carta terminaba diciendo: “Ellos te
saludan”.
Cada
1º de mayo el mundo recuerda a esos mártires, y con el paso del tiempo
las convenciones internacionales, las constituciones y las leyes les han
dado la razón. Sin embargo, las empresas más exitosas siguen sin
enterarse. Prohíben los sindicatos obreros y miden las jornadas de
trabajo con aquellos relojes derretidos de Salvador Dalí.
Una enfermedad llamada "trabaj o"
En
1714 murió Bernardino Ramazzini. Él era un médico raro, un médico
rarísimo, que empezaba preguntando: “¿En qué trabaja usted?”. A nadie se
le había ocurrido que eso podía tener alguna importancia. Su
experiencia le permitió escribir el primerTratado de Medicina del Trabajo,
donde describió – una por una – las enfermedades frecuentes en más de
cincuenta oficios. Y comprobó que había pocas esperanzas de curación para
los obreros que comían hambre, sin sol y sin descanso, en talleres
cerrados, irrespirables y mugrientos. Mientras Ramazzini moría en Padua,
en Londres nacía Percivall Pott. Siguiendo las huellas del maestro
italiano, este médico inglés investigó la vida y la muerte de los
obreros pobres. Y entre otros hallazgos, Pott descubrió por qué era tan
breve la vida de los niños deshollinadores. Los niños se deslizaban
desnudos por las chimeneas, de casa en casa, y en su difícil tarea de
limpieza respiraban mucho hollín.
El hollín era su verdugo.
Desechables
Más
de 90 millones de clientes acuden, cada semana, a las tiendas Walmart.
Sus más de 900 mil empleados tienen prohibida la afiliación a cualquier
sindicato. Cuando a alguno se le ocurre la idea, pasa a ser un
desempleado más. La exitosa empresa niega sin disimulo uno de los
derechos humanos proclamados por las Naciones Unidas: la libertad de
asociación. Y más, el fundador de Walmart, Sam Walton, recibió en 1992
la Medalla de la Libertad, una de las más altas condecoraciones de los Estados Unidos.
Uno
de cada cuatro adultos norteamericanos y nueve de cada diez niños
engullen en McDonald’s la comida plástica que los engorda. Los
trabajadores de McDonald’s son tan desechables como la comida que
sirven. Los pica la misma máquina. Tampoco ellos tienen el derecho de
sindicalizarse.
En
Malasia, donde los sindicatos obreros todavía existen y actúan, las
empresas Intel, Motorola, Texas Instruments y Hewlett-Packard lograron
evitar esa molestia. El gobierno de Malasia declaró union free (libre
de sindicatos) el sector electrónico. Tampoco tenían ninguna
posibilidad de agremiarse las 190 obreras que murieron quemadas vivas en
Tailandia en 1993, en el galpón trancado por fuera donde fabricaban los
muñecos de Sesame Street, Bart Simpson, la familia Simpson y los
Muppets.
En
sus campañas electorales del año 2000, los candidatos Bush y Gore
coincidieron en la necesidad de seguir imponiendo en el mundo el modelo
norteamericano de relaciones laborales. “Nuestro estilo de trabajo” –
como ambos lo llamaron – es el que está marcando el paso de la
globalización que avanza con botas de siete leguas y entra hasta en los
más remotos rincones del planeta.
La
tecnología, que ha abolido las distancias, permite ahora que un obrero
de Nike en Indonesia tenga que trabajar 100 mil años para ganar lo que
gana en un año – 100 mil años para ganar lo que gana en un año – un
trabajador de su empresa en los Estados Unidos. Es la continuación de la
época colonial, en una escala jamás conocida. Los pobres del mundo
siguen cumpliendo su función tradicional: proporcionan brazos baratos y
productos baratos, aunque ahora produzcan muñecos, zapatos deportivos,
computadoras o instrumentos de alta tecnología, además de producir
como antes caucho, arroz, café, azúcar y otras cosas malditas por el
mercado mundial.
Desde
1919 se han firmado 183 convenios internacionales que regulan las
relaciones de trabajo en el mundo. Según la Organización Internacional
del Trabajo, de esos 183 acuerdos Francia ratificó 115, Noruega 106,
Alemania 76 y los Estados Unidos… 14. El país que encabeza el proceso de
globalización sólo obedece sus propias órdenes. Así garantiza suficiente
impunidad a sus grandes corporaciones, lanzadas a la cacería de mano de
obra barata y a la conquista de territorios que las industrias sucias
pueden contaminar a su antojo. Paradójicamente, este país que no
reconoce más ley que la ley del trabajo… no reconoce más ley que la ley
del trabajo fuera de la ley, es el que dice que ahora no habrá más
remedio que incluir cláusulas sociales y de protección ambiental en los
Acuerdos de Libre Comercio. ¿Qué sería de la realidad, no? ¿Qué sería de
ella sin la publicidad que la enmascara? Estas cláusulas son meros
impuestos que el vicio paga a la virtud con cargo al rubro “relaciones
públicas”, pero la sola mención de los derechos obreros pone los pelos
de punta a los más fervorosos partidarios, abogados, del salario de
hambre, el horario de goma y el despido libre.
Desde
que Ernesto Zedillo dejó la Presidencia de México, pasó a integrar los
directorios de la Union Pacific Corporation y del consorcio Procter &
Gamble, que opera en 140 países, y además encabeza una comisión de las
Naciones Unidas y difunde sus pensamientos en la revista Forbes.
En idioma “tecnocratés”, se indigna contra lo que llama “la imposición
de estándares homogéneos en los nuevos acuerdos comerciales”; traducido,
eso significa “olvidemos de una buena vez toda la legislación
internacional que todavía protege más o menos, menos que más, a los
trabajadores”. El presidente jubilado cobra por predicar la esclavitud,
pero el principal director ejecutivo de General Electric lo dice más
claro: “Para competir hay que exprimir los limones”, y no es necesario
aclarar que él no trabaja de limón en elreality show del mundo de nuestro tiempo. Ante las denuncias y las protestas, las empresas se lavan las manos y “yo no fui, yo no fui”.
En
la industria posmoderna el trabajo ya no está concentrado, así es en
todas partes, y no sólo en la actividad privada. Los contratistas
fabrican las tres cuartas partes de los autos de Toyota; de cada cinco
obreros de Volkswagen en Brasil, sólo uno es empleado de la empresa; de
los 81 obreros de Petrobras muertos en accidentes de trabajo a fines del
siglo XX, 66 estaban al servicio de contratistas que no cumplen las
normas de seguridad.
A
través de 300 empresas contratistas, China produce la mitad de todas
las muñecas Barbie para las niñas del mundo. En China sí hay sindicatos,
pero obedecen a un Estado que en nombre del socialismo se ocupa de la
disciplina de la mano de obra. “Nosotros combatimos la agitación obrera y
la inestabilidad social para asegurar un clima favorable a los
inversores”, explicó Bo Xilai, alto dirigente del Partido Comunista
Chino.
El
poder económico está más monopolizado que nunca, pero los países y las
personas compiten en lo que pueden, a ver quién ofrece más a cambio de
menos, a ver quién trabaja el doble a cambio de la mitad. A la vera del
camino están quedando los restos de las conquistas arrancadas por tantos
años de dolor y de lucha.
Las plantas maquiladoras de México, Centroamérica y el Caribe, que por algo se llaman sweatshops (“talleres
del sudor”), crecen a un ritmo mucho más acelerado que la industria en
su conjunto. Ocho de cada diez nuevos empleos en la Argentina están en
negro, sin ninguna protección legal; nueve de cada diez nuevos empleos
en toda América Latina corresponden al llamado “sector informal”, un
eufemismo para decir que los trabajadores están librados a la buena de
Dios. ¿La estabilidad laboral y los demás derechos de los trabajadores
serán de aquí a poco un tema para arqueólogos? ¿No más que recuerdos de
una especie extinguida?
En
el mundo del revés, la libertad oprime. La libertad del dinero exige
trabajadores presos, presos de la cárcel del miedo, que es la más cárcel
de todas las cárceles. El Dios del mercado amenaza y castiga, y bien lo
sabe cualquier trabajador en cualquier lugar. El miedo al desempleo que
sirve a los empleadores para reducir sus costos de mano de obra y
multiplicar la productividad, eso hoy por hoy es la fuente de angustia
más universal de todas las angustias.
¿Quién
está a salvo del pánico, de ser arrojado a las largas colas de los que
buscan trabajo? ¿Quién no teme convertirse en un obstáculo interno, para
decirlo con las palabras del presidente de la Coca-Cola, que explicó el
despido de miles de trabajadores diciendo que “hemos eliminado los
obstáculos internos”? Y en tren de preguntas, la última: ante la
globalización del dinero, que divide el mundo en domadores y domados,
¿se podrá internacionalizar la lucha por la dignidad del trabajo? Menudo
desafío.
Un raro acto de cordura
En
1998, Francia dictó la ley que a 35 horas semanales el horario de
trabajo. Trabajar menos, vivir más. Tomás Moro había soñado en su Utopía
pero hubo que esperar cinco siglos para que por fin una nación se
atreviera a cometer semejante acto de sentido común. Al fin y al cabo,
¿para qué sirven las máquinas si no es para reducir el tiempo de trabajo
y ampliar nuestros espacios de libertad? ¿Por qué el progreso
tecnológico tiene que regalarnos desempleo y angustia? Por una vez, al
menos, hubo un país que se atrevió a desafiar tanta sinrazón. Pero, pero…
poco duró la cordura. La ley de las 35 horas murió a los diez años.
Este inseguro mundo
Hoy,
vale la pena advertir que no hay en el mundo nada más inseguro que el
trabajo. Cada vez son más y más los trabajadores que despiertan cada día
preguntando: “¿Cuántos sobraremos, quién me comprará?”. Muchos
pierden el trabajo, y muchos pierden, trabajando, también la vida. Cada
15 segundos muere un obrero asesinado por eso que llaman “accidentes de
trabajo”.
La
inseguridad pública es el tema preferido de los políticos, que desatan
la histeria colectiva en cada elección. “¡Peligro, peligro – proclaman –
en cada esquina acecha un ladrón, un violador, un asesino!”. Pero esos
políticos jamás denuncian que trabajar es peligroso. Y es peligroso
cruzar la calle, porque cada 25 segundos muere un peatón asesinado por
eso que llaman “accidentes de tránsito”. Y es peligroso comer, porque
quien está a salvo del hambre puede sucumbir envenenado por la comida
química. Y es peligroso respirar, porque en las ciudades, en las grandes
ciudades, el aire es… el aire puro es como el silencio: un artículo de
lujo. Y también es peligroso nacer, porque cada 3 segundos muere un niño
que no ha llegado vivo a los cinco años de edad.
Una
historia real para acabar (se me fue la mano con las teorías), un par
de cosas que tengan más que ver con la realidad de carne y hueso, como
la historia de Maruja. El 30 de marzo, Día del Servicio Doméstico, no
viene mal contar la breve historia de una trabajadora de uno de los
oficios más ninguneados del mundo. Maruja no tenía
edad. De sus años de antes, nada decía; de sus años de después, nada
esperaba. No era linda ni fea ni más o menos, caminaba arrastrando los
pies, empuñando el plumero o la escoba o el cucharón. Despierta, hundía
la cabeza entre los hombros. Dormida, hundía la cabeza entre las
rodillas. Cuando le hablaban, miraba al suelo, como quien cuenta
hormigas. Había trabajado en casas ajenas desde que tenía memoria. Nunca
había salido de la ciudad de Lima, nunca. Mucho trajinó de casa en
casa, y en ninguna se hallaba. Por fin, por fin, encontró un lugar donde
fue tratada como si fuera persona. A los pocos días, se fue.
Se estaba encariñando.
Desaparecidos
Agosto
30, Día de los Desaparecidos. Los muertos sin tumba, las tumbas sin
nombre, las mujeres y los hombres que el terror tragó, los bebés que son
o han sido botín de guerra, y también los bosques nativos, las
estrellas en la noche de las ciudades, el aroma de las flores, el sabor
de las frutas, las cartas escritas a mano, los viejos cafés donde había
tiempo para perder el tiempo, el fútbol de la calle, el derecho a
caminar, el derecho a respirar, los empleos seguros, las jubilaciones
seguras, las casas sin rejas, las puertas sin cerradura, el sentido
comunitario y el sentido común.
El origen del mundo
Hacía
pocos años que había terminado la Guerra Española, y la cruz y la
espada reinaban sobre las ruinas de la República. Uno de los vencidos,
un obrero anarquista recién salido de la cárcel, buscaba trabajo. En
vano revolvía cielo y tierra. No había trabajo para un rojo. Todos le
ponían mala cara, se encogían de hombros, le daban la espalda, con nadie
se entendía, nadie lo escuchaba. El vino era el único amigo que le
quedaba.
Por
las noches, ante los platos vacíos, soportaba sin decir nada los
reproches de su esposa beata, mujer de misa diaria, mientras el hijo, un
niño pequeño, le recitaba el catecismo. Mucho tiempo después, Josep
Verdura, el hijo de aquel obrero maldito, me lo contó. Me contó esta
historia. Me lo contó en Barcelona, cuando yo llegué al exilio, me lo
contó: él era un niño desesperado que quería salvar a su padre de la
condenación eterna, pero el muy ateo, el muy tozudo, no entendía
razones. “Pero, papá – le preguntó Josep, llorando –, pero, papá… si
Dios no existe, ¿quién hizo el mundo?”. Y el obrero, cabizbajo, casi en
secreto, dijo: “¡Tonto, tonto! ¡Al mundo lo hicimos nosotros, los
albañiles!”.
Ciudad de México, viernes 9 de noviembre de 2012
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